“I said to my soul, be still, and wait without hope

               For hope would be hope for the wrong thing;  wait without love

                                                             For love would be love of the wrong thing;

                                                                                                                                                                             there is yet faith        

                                                                        But faith and love and the hope are all in the waiting.

Wait without thought, for you are not ready for thought:

So the darkness shall be light,

                                                                                    and the stillness the dancing.”

                                                                                                                                                                  T.S. Eliot                                                                                                                                                               East Coker

En su autobiografía, Memorias, sueños, reflexiones, Carl Gustav Jung al hablar sobre la idea de Dios nos dice que Dios no es un mito, sino que el mito es la revelación de la vida divina en el hombre. “No somos nosotros los que inventamos el mito, mas bien, éste se dirige a nosotros como la palabra de Dios.” La palabra de Dios viene a nosotros, y no tenemos manera alguna de distinguir si, y hasta que grado, es diferente a Dios. No hay nada de esta palabra que pueda ser considerada conocida y humana, excepto en la manera que nos confronta y nos atribuye obligaciones. Nuestra voluntad no la afecta. No podemos explicar una inspiración. Nuestro mayor sentimiento sobre ella es que no es el resultado de nuestras racionalizaciones, más bien, que nos llega de otra parte.[1] En un registro similar, Octavio Paz, en El Arco y la Lira, nos dice que la religión y la poesía tienden a realizar esa posibilidad de ser que somos y que constituye nuestra manera propia de ser; ambas, dice, son tentativas por abrazar esa otredad que Machado llamaba la ‘esencial heterogeneidad del ser’. Encubierto por la vida profana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su pérdida de identidad; y entonces aparece, emerge, ese otro que somos.[2]

De esa otra parte, de esa otredad, divinamente sabia, le llega a Antígona, en la tragedia de Sófocles, el llamado de sus dioses, el llamado a escuchar las voces originarias que la empujan a actuar por encima de los deberes impuestos por la autoridad afuera. Es confrontada por una necesidad revelada de ser-se fiel. Aparece, emerge, surge el llamado de una llama interior que le exige consumarse, al consumirse en ella.

Sófocles en su tragedia presenta a la hija de Edipo, Antígona, convencida y dispuesta, a pesar de la prohibición impuesta por el rey Creonte, a rendir honores y sepultura según las leyes de sus dioses y sus ancestros a su amado hermano Polinices quien ha muerto en combate contra su otro hermano Eteocles en la ciudad de Tebas.

Se dirige Antígona a su hermana Ismene para manifestarle su intención de enterrar el cadáver de su hermano desobedeciendo las órdenes de Creonte:

“(…) él no se quedará sin que yo lo entierre. Es un honor para mí morir cumpliendo este deber. Querida por él, en su compañía yaceré, en compañía de quien yo quiero, tras haber perpetrado santas acciones, porque es más largo el tiempo durante el que debo agradar a los de abajo que el tiempo durante el que debo agradar a los de aquí arriba, pues allí yaceré por siempre.”[3]

Hay en Antígona, como dice Lourdes Rensoli Laliga en su ensayo titulado Antígona y Sócrates o el precio de la sabiduría, una serena sabiduría que conduce a los actos por los cuales él mismo héroe, en este caso heroína, habrá de sucumbir. Ella está a solas con su deber. La tragedia proviene de lo incomunicable del saber y de la consiguiente soledad. Así sufre, en sí misma y en su relación con el mundo circundante, Antígona, frente a la incomprensión de su propia hermana Ismene. Está condenada y abandonada a la soledad absoluta que proviene de una misión incompartible, la tarea de perseguir su virtud interior, su llamado interior. Para ella, sólo cabe vivir el conflicto hasta las últimas consecuencias, asumiendo con su muerte, su verdad.

Dice Jung que la palabra nos acontece, la sufrimos, porque somos víctimas de una profunda incertidumbre: con Dios como un complexio oppositorum, todo es posible, la verdad y la desilusión, el bien y el mal, son igualmente posibles. El ser humano se siente totalmente incapaz de separar aquello que ha razonado cuidadosamente de aquello que fluye espontáneamente, a él y en él, desde otra fuente. Al principio parece como una imposición, un acaecimiento, y es a través de un gran esfuerzo que finalmente el ser humano logra conquistar para sí una espacio de relativa libertad para escoger.[4] Antígona posee ese atesorado sentimiento individual, ese secreto llamado, al que está entregada a servir, y que su hermana es incapaz de acompañar. Antígona, en su deseo de dar sepultura a su hermano, rompe con lo establecido, se diferencia de los demás, de la conformista colectividad de los ciudadanos de Tebas todos ellos obedientes a la autoridad ciega de Creonte. Ella tiene la sabiduría para inclinarse solamente a la verdad, a la suya, por ello paga el precio de quedar a solas con su destino.

Jean Anouilh retoma en su Antigone estas ideas, con una cierta ironía, al decir el coro:

“(…) Et puis, surtout, c’est reposant, la tragédie, parce qu’on sait qu’il n’y a plus d’espoir, le sale espoir; qu’on est pris, qu’on est en fin pris comme un rat, avec tout le ciel sur son dos, et qu’on n’a plus qu’a crier, – pas à gemir, non, pas à se plaindre,- à gueuler à pleine voix ce qu’on avait à dire, qu’on avait jamais dit et qu’on ne savait peut-être même pas encore. Et pour rien: pour se le dire a soi, pour l’apprendre, soi. (…)”[5]

“Vociferar a toda voz lo que teníamos que decir, lo que no habíamos dicho jamás y que quizás ni sabíamos todavía. Y, para nada, para decírselo a uno mismo, para aprenderlo uno, sí mismo.” Te trata de asir, manosear lo interior y secreto: un entrañar-se para conocer-se, aprehender-se, encontrar-se, para después escupir, vomitar: un mostrar lo entrañado. Lo demoníaco, nos dicen todos los mitos, brota del centro de la tierra. Es una revelación de lo escondido. Al mismo tiempo, toda aparición implica una ruptura del tiempo o del espacio: la tierra se abre, el tiempo se escinde; por la herida o abertura vemos el otro lado del ser. El individuo se halla a solas consigo, él es su propia compañía. Se encuentra frente a un camino solitario con un saber que aparece difuso, inasible, turbio, como una luz distante, titilante, frágil, pero persistente, indoblegable, resplandeciente. Como el centro de una llama que alumbra silenciosamente en la oscura cavidad de un secreto, que no puede comunicarse, por momentos entrabado como una verdad presente, presa de una voz tartamuda, incapaz todavía de florecer diafanamente en palabras. Por lo que al apenas ésta insinuarse ante los demás, la tildan de alocada, delirante, irracional y demencial. Pujante verdad naciente que a solas habrá de darse a la luz, emerger de las entrañas, alumbrarse alumbrando a aquellos capaces de verla.

“Tu es folle.”[6] , le dice Ismene a la Antígona de Anouilh. Igualmente, ésta le dice a Hemón: “(…) maintenant, je vais te dire encore deux choses, et quand je les aurai dites il faudra que tu sortes sans me questionner. Même si elles te paraissent extraordinaires, même si elles te font de la peine. Jure-le-moi.”[7]

 El individuo no está motivado por capricho ni arrogancia, sino por una dira necessitas que él mismo no puede comprender. Por lo tanto, un hombre, quien conducido por su daimon realmente entra en una región no transitada, se halla sin cartas de navegación ni un cobijo para protegerse. No existen preceptos que le guíen cuando se encuentra frente una situación imprevista –por ejemplo, un conflicto de deberes. En su mayoría, estas incursiones en tierra de nadie duran mientras ocurre el conflicto, o terminan tan pronto se percibe el conflicto en el aire, esquivándolo. No podemos culpar a la persona que enseguida corre a esconderse; sin embargo, no podemos encontrar méritos en su debilidad y cobardía, ni alabar tales capitulaciones. Por el contrario, un hombre enfrentado con un conflicto de deberes que resuelve lidiar con ellos absolutamente bajo su propia responsabilidad, y ante un juez dentro, que lo enjuicia noche y día, se halla en una posición aislada. Tal conflicto presupone un mas alto sentido de responsabilidad.[8] Es ésta misma cualidad, de responsabilidad consigo, la que no le permite aceptar una decisión colectiva. En este caso, la corte se transfiere al mundo interior donde el veredicto se pronuncia a solas consigo mismo.

La Antígona de Anouilh nos dice: “Des bêtes se serreraient l’une contre l’autre pour se faire chaud. Je suis toute seule.”[9], conmoviéndonos, como lo hace Sófocles al poner en boca de ésta:

“Sin consuelo de las lágrimas de nadie, sin amigos, sin haberme casado, voy a recorrer ¡yo que tanto he sufrido! Este camino que me espera. Ya no me es lícito, ¡desgraciada de mí!, contemplar este sacro espectáculo del Sol. Y esta mi suerte, que no logra arrancar a nadie lágrima alguna, no hay ni un solo amigo que la deplore.”[10]

Antígona elige enfrentar el conflicto haciéndose culpable del delito de desobedecer las leyes civiles impuestas en la ciudad. Para ella estas leyes fueron establecidas por hombres no identificados con las leyes del cosmos, con los dioses de abajo, con su llamado interior.

Nos dice:

“(…) Creonte entendió que ese mi comportamiento constituía un delito y una osadía tremenda, ¡oh hermano! Y ahora, tras cogerme en sus manos, me lleva así, sin haber conocido el tálamo, (…) abandonada de los amigos ¡desventurada de mí! me encamino viva a las profundidades de los muertos, ¿por haber transgredido qué legalidad de los dioses? ¿De qué me vale ¡desdichada de mí! levantar ya mis ojos hacia los dioses?”[11]

Existe en Antígona una dependencia original y fundamental del espíritu, algo que no es definible sino por sí mismo. Lo sagrado se obtiene así por inferencia: del sentimiento de sí mismo, del sentimiento de dependencia de otro algo brota la noción de la divinidad. Al defender su deber para con los ancestros y sus valores, también perennes pues los ancestros constituyen una imagen del cosmos que los genera, Antígona busca las raíces que la atan al origen, al ser, a su ser, el de ella misma: su mismidad.

“(…) La petite Antigone va pouvoir être elle-même pour la première fois.”[12] , dice el coro de Anouilh. “La pequeña Antigona podrá ser por primera vez ella misma.” Existe en Antígona una sabiduría esencial que la mueve a actuar, a ser, pase lo que pase, sin las encubridoras y cómodas apariencias de su condición de mujer, de su deber ciudadano, de su obediencia a las leyes y convenciones, como las seguras capitulaciones de “las bestias juntas las unas contra las otras para darse calor” de Anouilh. Su actuación conforme a la ley cósmica que contradice lo aparencial, constituye ante los ojos del hombre común una culpa. Antígona, doncella solitaria, se apega a una doble llama que llamea dentro de ella, llamándola a cumplir con las raíces de su estirpe, las que la originan, la constituyen como ser, y a las que inevitablemente regresará, pues son parte de ella misma y ella es parte de éstas.

Nos dice Jung que el hombre, aún siendo parte, no puede aprehender la totalidad. Está a su merced. Puede asentir a ella, o rebelarse contra ella; sin embargo, estará siempre capturado por ella y envuelto en ella. Es dependiente de ella y sostenido por ella. El amor es su luz y su sombra, la finalidad que no puede asir. El amor nunca cesa –aunque hable en la ‘lengua de ángeles’ o con la exactitud científica que traza la vida de la célula a su fuente más primaria. El hombre tratará de nombrar al amor, pero se verá envuelto en un sin fin de decepciones. Si posee un ápice de sabiduría bajará sus brazos entregándose, y nombrará lo desconocido por lo más desconocido –ignotum per ignotius– eso es, por el nombre de Dios. Se trata de una confesión de su subjetividad, de su imperfección y su dependencia; pero al mismo tiempo, es un testimonio a su libertad de escoger entre la verdad y el error.[13]

La verdad de Antígona, el amor, irrumpe como un clamor divino que sólo ella escucha. Por ello, su agobiante tragedia va mas allá de morir, es vivir la soledad, la incomunicabilidad de su saber que la distancia de sus semejantes. Al ser capaz de re-conocer la esencia de su existencia escoge honrar a sus dioses, buscando acercarse a sí misma guiada por una doble llama de autenticidad y genuino padecer. Elige despegarse de las convenciones, en este caso de las leyes de la ciudad que la hubieran podido distraer del sufrimiento inherente a enfrentarse a su verdad. “…se le revela su soledad. Una soledad que únicamente el Dios desconocido, mudo recoge.”[14] Sin embargo, tales leyes adquiridas del afuera jamás habrían podido sustentarla, darle sustento y sostén, al no estar lo suficientemente ancladas en lo hondo de su alma para evitarle la tensión de un conflicto interior. De haberse arropado con el ordenamiento afuera habría acabado vaciándose adentro. Al contrario, Antígona se desnuda, se desprende del andamiaje social que la apuntala y asume entregarse al abismo de su muerte. Abandonada, sin esperanza, calladamente desciende como doncella estéril al foso, al centro oscuro de la tierra, a sus entrañas originarias en las que gesta, en su vientre vacío, la plenitud. Como dice Eliot: “Así la oscuridad será luz y la quietud la danza.”

La otra cara del valor de Antígona replica en la voz de Ismene diciendo:

“(…) Al contrario, conviene darse cuenta, por un lado, de que nacimos mujeres, lo que implica que no estamos preparadas para combatir contra hombres; y luego, de que dependemos del arbitrio de quienes son más fuertes en cuanto acatar estas órdenes y hasta otra más dolorosas todavía. (…) que se dé cuenta de que no tengo más remedio que hacer lo que hago, me someteré a los dictados de quienes están instalados en la cúspide del poder, pues el realizar acciones superiores a las posibilidades de uno no tiene sentido alguno.”[15]

Ismene se pierde a sí misma caminando entre el anonimato colectivo de la superficie bien trazada del suelo soleado de Tebas, mientras Antígona se halla, extraviada y vagabunda, en la soledad oscura de los infiernos subterráneos. Antígona actuará sin sentido en la tragedia de Sófocles, loca en la de Anouilh, fiel a su verdad en la de María Zambrano, La tumba de Antígona. Esta última nos dice:

“La verdad es a la que nos arrojan los dioses cuando nos abandonan. Es el don de su abandono. Una luz que está por encima y más allá y que al caer sobre nosotros, los mortales, no hiere. Y nos marca para siempre. Aquellos sobre quienes cae la verdad, son como un cordero con el sello de su amo.”[16]

“Vete, razonadora. Eres Ella, la Diosa de las Razones disfrazada. La araña del cerebro. Tejedora de razones, vete con ellas. Vete, que la verdad, la verdad de verdad viva, tú no la sabrás, nunca.”[17]

“Je ne veux pas avoir raison.”[18], dice la Antígona de Anouilh, y continua con vehemencia: “Comprendre…Vous n’avez que ce mot-là dans la bouche, tous, depuis que je suis toute petite. Il fallait comprendre qu’on ne peut pas toucher à l’eau, à la belle eau fuyante et froide parce que cela mouille les dalles, à la terre parce que cela tache les robes. Il fallait comprendre qu’on ne doit pas manger tout à la fois, donner tout ce que’on a dans ses poches au mendiant qu’on rencontre, courir, courir dans le vent jusqu’à ce qu’on tombe par terre et boire quand on en a envie! Comprendre. Toujours comprendre. Je comprendrai quand je serai vieille. Si je deviens vieille. Pas maintenant.”[19]

En su ensayo, Maria Zambrano y su Antígona, Adolfo Díaz Avila nos habla de un entorno con fachada tragicómica donde los humanos representamos una farsa sobre el entarimado endeble de la pura banalidad, tirados hacia el exterior, más y más vacíos, con la razón disminuida a su mínima expresión, con unos sentidos anestesiados. Dice: “La tragedia del sin sentido, amenaza a punto de engullirnos.”

Nos afirma Antígona: “(…) Por otro lado, si he de morir antes de tiempo, yo lo cuento como ganancia, pues todo aquel que, como yo, vive en un mar de calamidades, ¿cómo puede negar que hace un gran negocio con morir?”[20]

De igual forma, este fútil andamiaje de la vida lo presenta Anouilh en el siguiente diálogo entre Creonte y Antígona:

Créon: (…) Ne m’écoute pas quand je ferai mon prochain discours devant le tombeau d’Etéocle. Ce ne sera pas vrai. Rien n’est vrai que ce qu’on ne dit pas…Tu l’aprendras toi aussi, trop tard, la vie c’est un livre qu’on aime, c’est un enfant qui joue à vos pieds, un outil qu’on tient bien dans sa main. Tu vas me mépriser encore, mais de découvrir cela, tu verras, c’est la consolation dérisoire de vieillir, la vie, ce n’est peut être tout de même que le bonheur.

Antigone, murmure le regard perdu: Le bonheur…

 Créon, a un peu honte soudain: Un pauvre mot, hein?

Antigone, doucement: Quel sera-t-il, mon bonheur?, Quelle femme heurese deviendra-t-elle, la petite Antigone? Quelles pauvretés faudra-t-il qu’elle fasse elle aussi, jour par jour, pour arracher avec ses dents son petit lambeau de bonheur? Dites, à que devra-t-elle mentir, à qui sourire, a qui se vendre? Qui devra-t-elle laisser mourir en détournant le regard?[21]

Antígona no desvía su mirada, no se deja matar a sí misma, prefiere mirar de frente a sus dioses, asumir con coraje sus orígenes, aceptar el conflicto de escuchar dentro de ella esa palabra de Dios, que Jung nos decía al inicio, nos asoma a la otra parte, aquella desde donde brota lo divino en el hombre. O, utilizando el lenguaje de María Zambrano, en Antígona el existir irrumpe, como una fiera y esquemática proposición, como un esquema que amenaza al ser viviente en un trance con una suerte de desencarnación, despegándole violentamente de su cielo al que se ha adherido llegando con él a fundirse, perdiéndose en el olvido de sí. Mas cuando recae, si la vida triunfa se condensa en torno a una llama que renace.

Sin embargo, el coro de Sófocles nos advierte: Bienaventurados aquellos cuya vida está exenta de calamidades, pues a aquéllos cuya morada sea sacudida por el dios no les falta desastre alguno, sino que éste los persigue durante un sin fin de generaciones. Es igual que el oleaje del mar, que, cuando impulsado por los airados aires tracios, invade el oscuro fondo submarino, remolinea desde las profundidades la negruzca arena, y hace que rujan con estruendo los acantilados azotados por los vientos y los embates de las olas.[22]

Quizás por ello, el hombre suele preferir permanecer sordo y ciego como Creonte, anestesiado y protegido por un mundo ordenado de códigos, leyes y ordenamientos. En él, camina encajonado dentro de un laberinto amurallado alienado de sí mismo, donde la realidad que lo circunda lo engulle, lo ahoga, lo asfixia. Es nuestra Antígona, pequeña y loca para Anouilh, desafiante y retadora para Sófocles, quien asume el precio de su verdad para encontrar un sentido a su existencia. Prefiere, morir existiendo, a permanecer muerta en vida. Irremediablemente en su caverna oscura se adentra, en lo hondo de una muerte que la llama, anunciando, en el solitario silencio que la envuelve, la luz destellante de una nueva aurora.

Abrasada, Antígona abraza, dolorosa y ardientemente, el fuego de una llama doble.

Helena Arellano Mayz

Caracas, I 2005

 

[1] C. G. Jung, Memories, Dreams, Reflections, Vintage Books Random House, p 340

[2] Octavio Paz, El Arco y la Lira, Fondo de Cultura Económica, p 137

[3] Sófocles, Tragedias completas, Ediciones Cátedra, p.149

[4] Jung, ob.cit., p 341

[5] Jean Anouilh, Antigone, La Table Ronde, p 54 (…) Y, sobre todo, es reposante, la tragedia, porque sabemos que no hay mas esperanza, la sucia esperanza; que estamos agarrados, agarrados finalmente como una rata, con todo el cielo sobre la espalda, que no tenemos mas sino gritar, – no gemir, no, ni quejarse,- vociferar a toda voz lo que teníamos que decir, que no habíamos dicho jamás y que quizás ni sabíamos todavía. Y para nada: para decírselo a uno mismo, para aprenderlo, uno mismo.

[6] Anouilh, ob.cit., p 30 Estas loca.

[7] Idem., p 42 …ahora, todavía te voy a decir dos cosas, y cuando las haya dicho tendrás que salir sin cuestionarme. Aunque ellas te parezcan extraordinarias, aunque ellas te apenen. Júramelo.

[8] Jung, ob.cit., p 344, 345

[9] Anouilh, ob.cit., p112. Las bestias se cerraban las unas contra las otras para darse calor. Yo estoy sola.

[10] Sófocles, ob.cit., p 178

[11] Idem., p 179

[12] Anouilh, ob.cit., p 55 . La pequeña Antígona podrá ser ella misma por primera vez.

[13] Jung, ob.cit., p 354

[14] María Zambrano, La tumba de Antígona, Mandadori España

[15] Sófocles, ob.cit., p 149

[16] Zambrano, ob.cit., p 77

[17] Idem., p 69

[18] Anouilh, ob.cit., p 25 Yo no quiero tener razón.

[19] Idem., p 26 Comprender… ustedes no tienen sino esa palabra en la boca, todos, desde que soy muy pequeña. Había que comprender que uno no debía tocar el agua, el agua bella, huidiza y fría porque ella moja las losas, la tierra porque ella mancha los vestidos. ¡Había que comprender que uno no puede comer todo a la vez, dar todo lo que se tiene en los bolsillos a un mendigo que encontramos, correr, correr con el viento hasta caernos y beber cuando nos viene en gana! Comprender. Siempre comprender. Comprenderé cuando sea vieja. Si envejezco. No ahora.

[20] Sófocles, ob.cit., p 163

[21] Anouilh, ob.cit., p 92 Creonte: (…) No me escuches cuando de mi próximo discurso frente a la tumba de Eteocles. No será verdad. Nada es verdad salvo aquello que no decimos…Lo aprenderás tu también, tarde o temprano, la vida es un libro que amamos, es un niño que juega a nuestros pies, un utensilio que manejamos bien con la mano. Me detestarás aún mas, pero al descubrir esto, tu verás, es el consuelo irrisorio de envejecer, la vida, no es quizá más que la felicidad. Antígona, murmura con la mirada perdida: La felicidad…Creonte, siente un poco de súbita vergüenza: Una pobre palabra, ¿no?Antígona, suavemente: ¿Cuál será mi felicidad? ¿En que feliz mujer se convertirá la pequeña Antígona? ¿Qué pobrezas habrá de hacer ella también, día a día, para arrancar con los dientes un retazo de felicidad? Digan, ¿a quién deberá ella mentir, a quién sonreírle, a quién venderse? ¿A quien deberá dejar morir desviando la mirada?

[22] Sófocles, ob.cit., p 167, 168