En una gloriosa mañana tropical he vuelto a abrir el dossier del Papel Literario (21.11.2021): Palabras olvidadas, palabras perdidas. Lo he hecho, quizás, para no perderme sin ellas. Para no «olvidar» cómo escribir con palabras. Como decir con ellas, como bordar y abordar un viaje con ellas. Como zarpar hacia el destino de un texto, éste, que apenas comienza. Como hablarte y hablarle a otros sobre la lectura de un libro: Etimologías para sobrevivir al Caos, Viaje al origen de 99 palabras. (Taurus, 2021). A la autora, Andrea Marcolongo, licenciada en Letras Clásicas en la Universidad de Milán, la descubrí a través de su primer título: La Lengua de los Dioses (Taurus, 2017). Aquella lectura, hace un par de años, me contagió el interés por el griego antiguo, por escudriñar las raíces de mis palabras —en un idioma que supo nombrar según lo que observaba .
El título original de este nuevo libro es: Alla fonte delle parole: 99 etimologie che ci parlano di noi. (Mondadori Libri, 2019). Prefiero el título italiano que alude a «las palabras que hablan de nosotros». Si bien la autora expone sus hallazgos para establecer los «étimos», en la escogencia de esas 99 palabras, en la manera de agruparlas, su prosa destila una cadencia muy personal, y siento que en ese ci parlano di noi —que hablan de nosotros—, hay un nosotros íntimo y un nosotros general.
Para dar forma, trazar, contener, registrar nuestros pensamientos, construir la memoria de lo que percibimos como realidad, nombrar lo que nos sucedió —ayer— y nos acontece —hoy—, bocetear el mañana; sobre todo, y más difícil, para intentar expresar lo que sentimos: necesitamos palabras. La palabra tiene gran poder creador y establece un vínculo indisoluble que la une a la realidad. Desde el Génesis suena el eco: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. […] En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Juan 1:1-4).
Al inicio de su libro, Andrea Marcolongo, se refiere a unos estudios realizados por un antropólogo y psicoterapueta Robert Levy en la isla de Tahití a fin de comprender la razón de la alta tasa de suicidios, desproporcionada de sus habitantes. Comenta sobre lo descubierto acerca de la lengua tahitiana:
«Provisto de todo tipo de palabras, incluso de las más minuciosas, para indicar el «dolor del cuerpo» […], el lenguaje de los habitantes de la isla carecía, sin embargo, de palabras para designar el dolor del alma, desde la más banal tristeza pasajera hasta la melancolía, la angustia, la culpa, o la rabia. Así pues, al sentir un dolor insoportable —socrático dato de realidad—, pero no sabiendo expresarlo por medio de palabras—algo extraño, nunca visto ni experimentado por nadie con anterioridad, puesto que no había sido nombrado nunca—, los habitantes de Tahití, desprovistos de medios lingüísticos para expresar cuánto sufrían y para elaborar los estados de ánimo que tenían, decidían quitarse la vida.»[i]
«El adjetivo griego ἑτνμος (/étymos/) significa «verdadero», «real», «auténtico». De allí deriva la palabra «etimología», acuñada para definir la práctica de conocer el mundo a través del origen de las palabras que utilizamos», escribe Marcolongo. «Incendiar lo real y no contentarnos con sus cenizas: eso es lo que significa «sentir» las palabras que nos queman por dentro. Dejar de ser anécdotas desenfocadas y volver a ser hombres y mujeres enfocados, expuestos a las miradas, desnudos. […] Los antiguos sabían que la vida es una obligación moral que se debe cumplir con plenitud y dignidad. Ante todo, mediante las palabras empleadas para nombrarla. […] Con su integridad, las etimologías nos obligan a revelarnos, a entendernos, a despojarnos de mil excusas y a ser, a la vez, «étimos» de nuestras vidas: hombres y mujeres reales, auténticos, fieles. Y, en muchas ocasiones, a ser combativos.Todos pagamos una tasa por lo que nos hemos permitido llegar a ser gracias a nuestras palabras; esa tasa, sencillamente, es la vida que llevamos. Con demasiada frecuencia nos preguntamos obsesivamente cuál es el precio de la verdad, olvidando cuán alto es el coste de las mentiras.»[ii]
Al escoger las palabras u omitir otras para expresar-nos, hacernos presentes ante nosotros mismos y ante otro u otros, comunicar, creemos que las elegimos como una forma de vestido, para revestir nuestros pensamientos, ideas, sentimientos y así los mostramos; sin embargo, muchas veces terminan ellas por desnudarnos. Si las palabras son pretensiosas, llanas, irónicas, groseras, soportadas por interjecciones huecas, articuladas, rebuscadas… ellas asoman lo que esconden, quizás altivez, simplicidad, cinismo, desdén, pobreza de lenguaje, racionalidad… En su uso las palabras también develan lo que callan, lo que infieren y nos desnudan ante quien sabe escuchar.
Una noche recibí una nota con setenta y tres palabras distantes, desapegadas, desprendidas de un amigo, y pensé : «con cuatro hubiese podido decir lo mismo». Sin embargo, la nota dolía, desvelaba susto, miedo, cobardía, un deseo de no «mojarse» en aguas de sentimiento, no dejar marca de agua, huella alguna. Yo, mujer que profesa amor por las lenguas, pensé que unas pocas palabras, cuatro o cinco pudieron decir lo mismo y ser tanto más amables. La amabilidad lleva en la raíz: amor. Con las palabras componemos la manera de presentarnos ante nosotros mismos y ante los demás. Al final, el lenguaje es como la música expresa más allá del sonido de las notas. En aquellas elegidas para elaborar una frase musical, el compositor transmite aún más con la cadencia, los matices, el tono, el ritmo, la frecuencia, sobre todo en las pausas, los silencios, en los blancos. En las respiraciones. En lo inasible sopla toda la magia y la fuerza de lo que no se ve y se siente: el aliento vital, el alma.
También hace poco escuché una entrevista a una joven mujer. Ella presentaba una metodología, su manera de abordar, el ayudar a otros a integrar, realinear el verdadero valor intrínseco del «ser» con las acciones del «yo», o la forma de afrontar —en el sentido de «dar la frente» a— la vida. Para así lograr, a través de una serie de ejercicios internos, acceder al «poder» que le es propio a cada ser humano. «Poder» en la acepción que remite a «lo posible». «Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo», dice el DRAE. Como en estos tiempos aguzo el oído para escuchar «las palabras» que otros eligen, a ella la escuché con atención.
Su discurso evocó los parlamentos de un personaje de un cuento que releí hace poco, el de una mujer fea. Había en sus palabras la densidad de quien ha sabido trasmutar un sufrimiento. Crecer a través del dolor, de adquirir «espesor» (basta con detenerse a pensar en lo doloroso que puede ser para un bebé salir a la vida por un hueco). Ahora bien, ella expone un «espesor» traslúcido. Demostró capacidad de hablar de sí misma, de sus heridas y vivencias. Lo hizo con aplomo, sin «drama», sentí que el fondo de sus palabras, le decía al otro, a los otros: «yo también he pasado por las oscuridades por las que tú estás pasando». Su relato decía «más de lo que relataba». Las palabras elegidas creaban un vinculo «real», un puente de empatía, dejando a un lado, por un momento, lo abstracto de conceptos como: «dignidad, validación,…» para anclarlos a la experiencia. Darles «tierra» a través de la vivencia narrada. «Nuestra identidad está en el relato, en la historia de nuestra existencia», leí de Paul Ricoeur. Comprenderse es aprehenderse frente a un texto, nuestro cuento. El «yo» no se posee a si mismo. Se comprende (aprende) frente a un relato (que aprehende), reenviándolo a su experiencia con respecto a la realidad. ¿Qué hacemos con lo ocurrido? Lo que acaece («baja y nos cae encima»). Cuenta la narración que hacemos, cómo «lo decimos».
Pareciera que me estoy desviando del libro sobre el libro de las «palabras que hablan de nosotros». Dice Marcolongo: «Sin palabras, quedamos elididos de la realidad. Vivos pero ausentes: fósiles. Huellas, sin conciencia ya de lo que somos». Por eso es tan relevante para el «animal humano» capaz de «verbalizar»: elegir sus palabras. Y, por ello, esta estudiosa de la filología… hurga en busca de las raíces, del étimo «verdadero». Yo no pretendo exaltar el conocimiento de la etimología. Para mí constituye un interés de curiosidad intelectual que a veces me asombra con maravillosos hallazgos. Lo que quisiera, al escribir hoy, es subrayar lo importante, lo relevante y revelador de las palabras que usamos.
En el capítulo ΜΕΛΑΣ (/mélas/) sobre la oscuridad, Marcolongo dice de la palabra DIÁFANO:
«Los ‘destinados a estar muertos’ no tienen ciertamente una juventud esplendorosa; por eso te enseñan a no tener esplendor. Tú, en cambio, resplandece.»
Esta frase de Pier Paolo Pasolini, contenida en sus Cartas luteranas (1976), se ha hecho famosísima, [en] el sentido de su llamamiento contra el conformismo, […].
Resplandezcamos, pues; pero sin olvidar que nadie resplandece por sí solo. Ley de la física, de la etimología y, por tanto, de la vida: para iluminarnos en la oscuridad primero necesitamos hacer entrar dentro de nosotros la luz de los demás. Etimológicamente, estamos obligados a hacernos «diáfanos».
Del griego δimageης (/diphanés/), que deriva del verbo διαφαíνω (/diapháino/) «dejar pasar la luz», «transparentar», a su vez compuesto de διἁ (/diá/) «a través de», y φαíνω (/pháino/) «mostrar», «revelar».
En física se dice que un cuerpo es diáfano cuando solo es «parcialmente» transparente, o sea, cuando a través de él puede verse no ya la totalidad de los objetos, sino solo su contorno. […]No se trata de malvender a la primera bombilla humana que pase junto a nosotros el panorama que llevamos dentro: nuestra belleza no es una postal ni un souvenir para el prójimo. La clave esta guardada enteramente en esa partícula διἁ, «a través de»: deshacer los nudos de nuestras resistencias, de nuestro temor a ser juzgados (mientras, por nuestra parte, sin preocuparnos más, juzgamos), levantar las barreras que hacen de escudo ante la luz. […] Así pues, no importa que nos enseñen a no resplandecer, sabremos, en cualquier caso, hacernos «diáfanos». Y hasta en medio de la tiniebla y de la maldad «resplandeceremos».[iii]
La luz que ilumina esta mañana tropical se propaga a través de la atmósfera. Ella enciende, revela la musculatura de la montaña, sus tonos verdes y sus sombras. Quién sabe de qué color serán nuestros cielos interiores cuando aceptemos que alguien pueda pasearse «a través de» ellos. Será siempre una revelación, una «epifanía», palabra que deriva del mismo verbo griego φαíνω (/pháino/) «mostrar», «revelar».
Este verbo φαíνω (/pháino/) es la raíz de la palabra del griego antiguo φαντασíα (/phantasía/), fantasía, que a su vez, tiene su origen en el verbo φαντἁξομαι (/phantásomai/) «imaginar». Las fantasías no engañan, más bien revelan una parte de nuestro ser. Esas «apariciones y espectros» llevan en sus sombras parte de nuestra verdad.
He avanzado en estas líneas —hilando palabras— sin llegar a destino alguno, más allá de no escoger el silencio. Mis palabras, sin duda, pretenden más que extender una invitación, a aquellos interesados en la etimología, a leer a la joven. Las escribo para decir, sin decir, con palabras veladas anhelando transparencia. Para llamar al cuido de nuestro verbo. Las palabras son espejo e imagen. Poderosas y creadoras. Cuidémoslas con verdad y entusiasmo.
De nuevo, reproduzco a Marcolongo: «Los griegos antiguos creían que nada que merezca la pena sucede porque sí. Supieron dar una palabra exacta a la fuerza que nos impulsa a ser la mejor versión de nosotros mismos, trabajosa, sí, pero fascinante: «entusiasmo», ἑνθονσιασμὁς (/enthousiasmós/). Su etimología deriva del verbo griego ἑνθονσιἁζω (/enthousiasdo/) «estar inspirado», a su vez proveniente del vocablo ενθεὁς (/entheos/), compuesto de la particular ἑν (/en/), «en» y el sustantivo θεὁς (theós/), «dios».
Sin embargo, la religión no tiene nada que ver con este étimo: el entusiasmo no era una cuestión de fe, sino de tensión hacia lo alto. Pasión, inspiración, intensidad, ganas y necesidad de conseguirlo a toda costa. Era la consciencia de la pequeñez humana la que impulsaba al soldado a luchar en la batalla, o al poeta a implorar a quien estaba por encima de él: «¡Cántame, oh Musa!».Si yo tuviera que traducir hoy esta palabra, diría simplemente: «deseo y determinación hacia alguien o hacia algo»; que, sin embargo, no puede hacerse realidad por sí solo. […] Si se quiere de verdad, no hace falta implorar; ni rezar. La única posibilidad es dar lo mejor de nosotros y fiarnos de un sentimiento que nos lleva a ser «más grandes» de lo que habríamos sospechado.»[iv]
Buscando «inspiración» pasé del «Verbo» primigenio, el de la Palabra con «P» mayúscula para llegar al vocablo: «entusiasmo». Gracias al bastón de una conocedora del griego antiguo, amaino el frío del silencio. Escribir ayuda a que cese la lluvia interior. Cuando escampe, el día será: diáfano. Y, la noche resplandeciente.
Caracas, 29 xi 2021
[i] Andrea Marcolongo, Etimologías para sobrevivir al Caos, Viaje al origen de 99 palabras, Taurus 2021. Pag. 24.
[ii] Ibid, pag. 20, 21.
[iii] Ibid, pag.171
[iv] ibid, pag 149, 150.
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