«Defino el amor así:
La voluntad de extenderse a sí mismo con el propósito de nutrir el crecimiento espiritual propio o ajeno.»
Scott Peck
The Road Less Travelled
Anoche, al acostarme, pensé en que hoy intentaría poner en palabras la experiencia de la visita que hice ayer al «Hospital de peluches». Si te cuento, me dije, al menos ordenaré las ideas. Al verbalizarle a otro, uno aprehende algo más de sí mismo.
Una educadora, del colegio Hebraica, al quedar sola en su casa, tras el vuelo migratorio de sus tres hijos, decidió deshacerse de muchos juguetes rezagados. Acomodó, limpió, embelleció, empaquetó los muñecos y, los regaló. Constantemente recibía gente pidiéndole dinero o cosas. Eligió subrayar el valor de : reciclar. Bajo esta premisa, invitó a algunas amigas a que hurgaran en sus casas y las convidó a reunirse en el jardín de la suya en Los Chorros. Rodeada de matas tropicales, bajo el cobijo de un hermoso samán se reúnen desde el 2017 voluntarias todos los jueves, mañana y/o tarde para reparar, remendar, acomodar, embellecer muñecos usados.
Durante mi visita al «hospital», encontré mujeres desde la edad de 92 años a jóvenes en uniforme escolar cursando segundo año de bachillerato. A unas vi limpiando con trapitos los cuerpos de las muñecas, otras clasificaban los peluches recibidos de la decoración navideña de algún centro comercial, otras acomodaban unas bolsitas con chucherias, con lacitos bonitos, que a veces acompañan a los juguetes. Sobre todo, observé la mesa en la que desenredaban, peinaban y vestían a las Barbies y todo tipo de muñecas.
Las mujeres lucían concentradas, serenas y sosegadas en su actividad. El espacio despedía una atmósfera apacible. Más allá del quehacer manual, intuí que había en sus movimientos un cierto regreso a la infancia, un retorno a un lugar amable y seguro, a un «jugar a muñecas». Entre ellas discutían cuál era el mejor atuendo para la muñeca, de qué color irían los moñitos, si los zapatos combinan, alababan los peinados de una de las voluntarias, experta en «peluquería» de muñecas.
La meta de esta organización es entregar un juguete en buen estado, limpio, remendado —de ser necesario— y vestido con esmero y cariño. Aún reciclados, el muñeco debe quedar en la condición en que cualquiera de ellas elegiría para regalarle un juguete a su hijo.
La dignidad es uno de los puntos recalcados por la organizadora de esta iniciativa. «Todo niño, independientemente de su condición social o de vulnerabilidad, merece, es digno, de un peluche en buen estado», subraya Liliana Gluck.
Las mujeres que allí laboran se esfuerzan en ello, en embellecer los muñecos. Han reciclado y obsequiado más de 40000 peluches en los últimos cinco años de actividades.
La iniciativa además de perseguir una acción social tiene, sobre todo, una misión educadora : busca enseñar a los niños receptores de estos muñecos el valor de reciclar y de cuidar. Los muñecos van acompañados con una tarjeta que dice: ¡Hola! Soy tu nuevo amigo. Soy un peluche con experiencia pues jugué con otro niño. Quiéreme y cuídame que yo haré lo mismo contigo. Cuando seas grande regálame a otro niño que me quiera y juegue conmigo como tú.
En un país sumido en un discurso derrotista, estos peluches llevan un mensaje de alegría. Si bien en Venezuela existe una pavorosa malnutrición infantil y los niños sufren de carencias básicas; no obstante, su situación vulnerable, el niño debe jugar y merece la alegría de recibir.
Durante mi visita, más allá de lo que esta organización busca «hacer por el otro», quizás lo que más me llamó la atención fue pensar en lo que ese «quehacer» hace por aquel que labora allí. Se instala un flujo de doble vía. En el «dar» hay en el instante mismo : un «recibir». Más allá, de los comentarios acerca del inmenso regocijo que sienten las voluntarias al hacer las entregas de los peluches, el ver y disfrutar de las caras maravilladas, las sonrisas, de los niños; mientras yo las observaba trabajar, no pude sino percibir que allí, inmersas en ese ambiente, algunas vuelven a un sereno «jugar a muñecas».
Conversando con Liliana supe que entre las voluntarias hay algunas que vienen arrastrando pérdidas emocionales profundas, otras han sufrido de pánico por diversos temas, entre ellos el país; hay mujeres con trastornos de ansiedad que pueden pasar el día entero sosegadas, entregadas a la costura y el remiendo. Las horas en el «hospital», para algunas, es mucho más que un distraerse con actividad manual, o un dar de su tiempo para una acción social, o una forma de transmitir, educar, el valor de reciclar.
Yo apenas me senté un ratito a peinar a un unicornio morado y hacerle una clineja que acabé con un lacito verde. Estando allí, me daba vueltas en el espíritu el tema del espacio interno que sana, crece, en el dar a otro. El amor es una acción, una intención, que se dirige hacia afuera, hacia otro, que hace crecer al que da tanto o más que al que recibe. Esa es la sensación que yo misma he experimentado al escuchar a otro y encontrar para éste : la palabra «justa». La palabra que hace bien a otro y a uno mismo en la alegría de su hallazgo.
En ese remendar de muñecos para el otro, cuánto no habrá de remiendo interior.
Como esta actividad ya tiene mucha prensa, Instagram, Facebook, la organizadora recibe mensajes de muchas personas queriendo participar.
Así llegó Annie. Una joven flaca y alta. De entrada no me di cuenta es transexual, experta en Barbies. «Aquí no existen barreras sociales, ideológicas, ni religiosas, tampoco de género», apunta Liliana. En el Hospital de Peluches se reúne todo aquel que quiera participar bajo la filosofía de «enseñar a reciclar», «respetar y dignificar al niño» y «dar alegría».
En ese espacio compartido dirigido a remendar y embellecer muñecos usados para hacer felices a otros, hay quienes apaciguan sus dolores, otras encuentran un lugar de aceptación, algunos simplemente dan de su tiempo y otros van de observadoras como yo.
Ya avanzada la tarde llegó una señora. Esther Crespo, me dijo se llamaba. Venía desde Caricuao con una bolsa llena de ropita remendada, zurcida, por ella para vestir a los muñecos. También traía unos muñequitos en estambre tejidos, lindísimos. Cuando le pregunté por los materiales que usa, me contestó: «Todo sale de mi cabeza y de mi casa».
Los muñequitos hechos en su morada salen de su creatividad y de su deseo, su acción, de dar a otros. Con ellos se dirige en transporte público hasta los Chorros a encontrarse con «otros» diferentes, distintos y semejantes a ella. Seres espirituales transitando una experiencia humana, en la que quizás saben, comprenden, intuyen, en todo caso, experimentan que el dar es un recibir.
29.i.2023
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