Publicado en El Nacional, Papel Literario 3 de diciembre de 2011

VEO, VEO, ¿QUÉ VEO?

Un hermosísimo homenaje a un hombre de exquisita sensibilidad. Sin hablar de la maestría técnica. Es envidiable, por lo menos, para mí. Me atrae el ojo que mira. Saber que estuvo dónde estuvo y supo ver. Supo detenerse. Observar. Decantar. Retener con la mirada interior que da el dibujar. Esto escribí al regresar de ver la exposición Croquis de Viaje de Martín Vegas.  La portadilla del libro-catálogo muestra un dibujo de un «Ave del Paraíso». Sonreí y recordé.

Dibujé por primera vez una flor de «Riqui-Riqui» un enero muy, muy frío. Hacía dos grados de temperatura y vivía en París. La profesora, en cuyas clases de dibujo me asomaba coleada, decidió, dado el día tan gélido, que pasaríamos la tarde en el invernadero del Jardin d’Auteuil. Cuando me vi sentada bajo una estructura de vidrio, en un ambiente de calor y humedad artificial, rodeada de plantas tropicales, sentí vergüenza. Caí en cuenta que había tenido que atravesar el océano, cambiar de continente e instalarme a vivir en otra ciudad, para contemplar con detenimiento las matas que pululan en cuanto jardín conozco de mi Caracas natal. Parece que por demasiados años había actuado sobre mí el anestésico de la familiaridad, o que finalmente la distancia ampliaba mi perspectiva de observación de aquello que tenía más cerca, o que simplemente —hasta entonces—  no había aprendido a ver.

Ver implica más que el buen funcionamiento del nervio óptico. Hace poco después de visitar el Museo del Prado encontré en la librería un ensayo, El Atrevimiento de Mirar, que capturó mi atención. «Mirar, apartar los ojos, cerrarlos para no ver. Taparse la cara y sin embargo mirar por los resquicios entre los dedos. Mirar lo que nadie antes ha visto. Mirar lo que todo el mundo tiene delante de los ojos y finge no estar viendo. Mirar las cosas y las caras comunes y ver en ellas algo que no puede ser real y sin embargo se sabe que es verdadero, aunque tenga el aire de una pesadilla, o precisamente por eso. Mirar lo que se sabe que está prohibido aunque ninguna norma explícita lo indique así. Mirar y no esconder la mirada: confesar que se ha mirado, hacer público lo que se ha visto aunque nadie escuche ni muestre interés. Mirar y desear no haber mirado y no olvidar ya nunca. Abrir los ojos en la oscuridad y distinguir poco a poco formas que se precisa en ella y que parecen sometidas a una rápida metamorfosis. Ver algo y cerrar los ojos apretando los párpados con la esperanza de que lo que se ha visto haya desparecido cuando vuelvan a abrirse. Mirar deseando. Mirar con los ojos atrapados por el deseo y alimentando su tormento: se mira pero no se toca; se mira pero lo que se toca y acaricia la mirada no es la piel sino el aire. Proyectar una luz poderosa contra la oscuridad y hacer que los bultos o monstruos que parecían habitar en ella se disuelvan sin rastro. Mirar de cerca lo que es aceptado como indiscutible y verdadero, hasta sagrado, y descubrir un grosero simulacro.[…]» Así se expresa Antonio Muñoz Molina al hablar de Goya, un hombre que eligió mirar y contar lo que miraba en el mundo fuera y dentro de sí. Evoqué este párrafo acerca del “mirar” al pasearme por la sala del TAC y apreciar la intimidad, la interioridad de los bocetos, esquicios, acuarelas de Martín Vegas. “Es tan grato contemplar su comunión con una parte del mundo donde estamos de paso», escribe Federico Vegas en el prólogo, Invitación al Viaje. «[El hombre de pelo blanco] asume el eclecticismo de asistir con inocencia y libertad al espectáculo de la vida, al concebirla, como un viaje que abarca tanto el exterior como su propio interior, desde lejanos mares y pueblos hasta la vista de El Ávila que contempla todos los días en su balcón, o de una flor que está en la misma mesa donde dibuja.»

Más allá de la habilidad o destreza en plasmar lo visto,  en los trazos de creyón de un niño, o en una aguafuerte titulada Yo lo vi, o en una acuarela Desde la Terraza, aparece, en la imagen resultante, la traducción del mundo que hace el dibujante. La mano que traza, interpreta, traduce en un lenguaje propio, lo observado,  decanta —consciente o inconscientemente— lo que le anima, le mueve o le perturba, lo que elige mirar y contar. Realiza una impresión de su mirada, en la que por oposición, también puede resaltar lo que se oculta o se calla. Pintar la imagen de un fusilamiento subraya la capacidad destructiva del hombre, y elaborar un boceto de las cúpulas de una iglesia exalta su potencial creador. Cada imagen obedece al simple deseo o necesidad de expresar aquello que resuena, la manera de vincularse del hombre —llámese artista, arquitecto o niño— al entorno.

Dice el dicho, referido al amor: «Ojos que no ven, corazón que no siente», relacionando la presencia corpórea al sentir… Prefiero leer literalmente: bajo la mirada que no ha aprehendido el ver, mengua un corazón sin latir… o ¿será que a veces los ojos se pretenden ciegos?, se tuercen, esquivan el bulto, rehúsan mirar para sosegar la emoción… o que por el contrario el corazón encubre y disfraza, bajo los párpados,  a fin de ver mejor, dormidos. «He aquí mi secreto», le dice el zorro al Principito, «que no puede ser más simple : sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.» Los ojos pueden… fisgar, ojear, avistar, atisbar, divisar, vislumbrar, no perder de vista, echar un vistazo, mirar de reojo, mirar de arriba abajo, comer con la vista, clavar los ojos, estar a la mira, mirar con el rabillo del ojo, extender la vista, fijarla, ver y creer o no creer, ver mundo, trasver, entrever, reparar, vigilar, ver a cien leguas… Los ojos hasta hablan: ¿pero qué veo?, te veo venir, allá veremos, no hay más que ver, si te vi no me acuerdo…  Y, con un parpadeo, la inmediatez del instante —presente— desvanece. Sólo perdura en aquel que establece una mirada «animada» con el mundo y elige detenerse, brevemente. Inhalar. Contemplar. Exhalar. A través de la mano que delinea un dibujo o un escrito, el ver se torna menos inmediato, se hace más pausado, hasta borroso, incisivo, trémulo, dudoso, decidido, perceptivo, transita el interior, aquieta el ruido externo y hasta el de adentro. En el acto, en el hacer, se trilla la basura y se depura lo sentido —el sentido apenas se «medio» asoma—. Surge la entrega. La mano se desliza sobre el papel, se esfuerza en asir, atajar, agarrar el instante, mostrar una verdad u ocultarla… plasmar la huella de una mirada «viva». El trazo prueba, erra, tergiversa, omite, exalta el contorno de los cuerpos, da forma a los vacíos, deja colar la luz entre lo oscuro… aparecen los blancos, los silencios, los surcos, las tachaduras, los rastros: el reflejo palpable de unos ojos abiertos a nivel del esternón.

Veo, veo, ¿qué veo?

Este es el dibujo de lo que vi.

Helena Arellano Mayz                                                                                                                                 Caracas, 11 de noviembre del 2011