Publicado en El Nacional, Papel Literario, 9 de octubre de 2016

a los que creen en la unidad, de todos,
en aquello que nos es común, a todos,
la vida, la muerte, la vida…

Hace unos días pasé por la imprenta. Necesitaba copiar los archivos de las imágenes de uno de mis libros; además, deseaba ver, conversar y despedirme de un amigo, querido, el mejor impresor del verde valle caraqueño. Conversamos sobre la situación del país, sobre todo aquello que ni él ni yo somos capaces de resolver. Me mostró los proyectos en los que labora. Al menos tiene algo de trabajo, y logra mantener a su gente empleada.

Atento, como es siempre conmigo, me acompañó hasta mi carro. Ya en la calle, sobre la acera frente a la tanquilla de electricidad exclamó:

—¡El trópico es impresionante! No sabes las veces que hemos arrancado, cortado, hecho lo indecible para acabar con esta mata. Puede dañar los cables y mira como vuelve a pujar.

Observé con atención las ramas y hojas que brotaban por la hendidura entre el cemento y las puertas de metal.

—Sí, así vi esta mañana unas hojas nuevas, como un hijo, que brotaban bien abajo en el tronco de un gigantesco mijao —repliqué.

—Y, ¿no has visto el mango frente a la Danubio en Los Palos Grandes?. No se porqué lo talaron, le prendieron fuego, quedó un trozo de tronco fulminado, y si pasas ahora, te darás cuenta… ha vuelto a retoñar.

—Espero suceda así con el país —le dije.

—Así sucederá, este trópico puja con fuerza.

Subí al carro meditabunda. Lo cierto es que hoy, el país se desmorona engullido por la barbarie, la indolencia, la avaricia desalmada… y sin embargo, la naturaleza en el trópico puja, indomable. Pujar, dice el diccionario, significa: «Hacer fuerza para pasar adelante o proseguir una acción, procurando vencer el obstáculo que se encuentra».  Al meditar sobre la naturaleza que retoña, la vida que puja con voluntad, recordé algunos apuntes guardados de una conferencia a la que tuve la ocasión de asistir. Un joven filósofo intentó responder a la siguiente pregunta: «¿Habrá que pensar sobre la muerte para sentir plenamente la vida?»

Sócrates decía que filosofar era aprender a morir. La consciencia humana, a diferencia de la animal, proyecta un futuro, anticipa, se representa un devenir, de vida y muerte.

Los estoicos no pensaban sobre la muerte pues partían del hecho de no poder conocer lo que era el «estar muerto». En los tiempos de hoy, Facebook no te deja morir: permanece en el ciberespacio «un muro con fotos». Hay cierta arrogancia en el hombre al querer sobrepasar la muerte. Desde el momento en que deja su escritura, intenta superar su mortalidad y plasma su herencia de generación en generación.

Quizá, el foco no gire en torno al progreso, adelantos, avances de la cultura; el perseguir rebasar la muerte al imprimir un «legado». El tema pertinente está en no negarla. Aunque culturalmente, por parte del hombre, se lea como altivez el buscar dejar su huella, según Pascal pensar en la muerte nos humaniza. Pensar en ella nos evita permanecer distraídos en los divertimentos. El hombre busca entonces una «mejor forma de vivir» al aceptar que va a morir.

¿Qué es la muerte? Es cierto, no lo sabemos sin haberla «experimentado». Mas, no por ello, no la podemos «sentir», «percibir», «liberarnos de la angustia» que ella produce.

Las religiones proponen respuestas a la muerte. Sin embargo, el no intentar responder nos eleva en nuestra humanidad. Nos acerca a la vida, el aproximarnos «sin respuestas» a la muerte. La mayor parte de nuestro tiempo transcurre distrayendo nuestros pequeños miedos, nuestros miedos mezquinos para no confrontar la ansiedad de lo esencial. Por ejemplo, el reconocer la muerte nos libera del miedo al ridículo.

La virtud de la idea de la muerte es ayudarnos a discernir entre lo esencial y lo superfluo. La mejor manera de despejar la aflicción, producto de la idea morir, es acogerla. Con ello desactivamos — «neutralizamos— el veneno de reprimirla. Al aceptarla y no pretender ahuyentarla, intentaremos llenar de intensidad, de verdad interior, aquello que vivimos. Acoger la idea de la muerte es amansarla, amaestrarla, es tener el coraje de abrazar una certeza —de la que ignoramos todo.

Al reconocernos mortales vamos en busca del «amor». Por compensación. Buscamos la eternidad en el valor del instante compartido, de conexión con otro. En esos instantes —de alegría afectiva— nosotros experimentamos el ser eternos, según Spinoza.

¿Qué podría quedar de nuestro «deseo» si fuéramos inmortales?

Ex-istir es arrojarnos «fuera», «ex–de–sí»… ello apuntaría hacia la verdad de la vida «fuera de sí», según Heidegger. Por su parte, Pascal invita a superar la prueba meditando sobre la muerte. Por ello dice que toda la desgracia del hombre nace del no saber quedarse quieto, en reposo, solo, en su cuarto, aburrirse, no poder reconciliarse con la idea de la muerte —para Pascal— la idea de Dios.

A fin de sentir plenitud tiene que haber una cantidad de vacío.

Aquellas experiencias que «nos sobrepasan» aun cuando vamos a morir por la eternidad, nos hacen sentir que «fuimos». Según Spinoza es ello lo que salva el orden del mundo, valorar la experiencia de ser eternos —por instantes— aún dentro de nuestra condición mortal.

Nietzsche se expresó acerca del eterno retorno, preguntando: ¿cuáles son aquellos instantes que vivimos al punto de desear vivirlos —repetirlos— por la eternidad? Ellos son los eventos que vienen a realzar la calidad de nuestra existencia.

La muerte define la vida misma, es una meditación sobre la vida. No hay que entenderla de manera mortífera —decía Montaigne—, al meditar sobre la muerte profundizamos sobre la manera en la que estamos vivos. En nuestra relación al misterio palpamos la condición humana. En la sabia aceptación de aquello que no comprenderemos. En mantenernos —lo más quietos posible— frente al misterio de la muerte. Al permanecer «en la pregunta», meditar el enigma sin huir de él, ni responder —como hacen las religiones— con una posible salida a la angustia, quizá, una huida. En definitiva, para enaltecer nuestra humanidad habría que soportar la densidad, el espesor, de las preguntas, y la mayor de las preguntas es: la muerte.

Victor Hugo decía que la belleza y la muerte eran dos hermanas fecundas que portaban el mismo enigma, el mismo misterio. Al ampliar la atención a los demás —al otro—, al estar atentos a nuestro carácter mortal, cotidianamente, estamos atentos a la condición de «lo vivo».

Me pregunto, ¿qué tendrán que ver estas reflexiones sobre la muerte con lo pujante de la naturaleza en el trópico?

Quizá, asocié los apuntes de la conferencia con la agonía del país, la mengua, el desfallecimiento lento y sostenido al que un puño de personas someten a una población entera. El sentir morir un devenir digno para tantos y para sus hijos. Entonces, recuerdo, me aferro a la indómita planta en la imprenta, busco sus ramas, las hojas verdes de esperanza, pujantes. Esa naturaleza que resiste con voluntad, que retoña aún en las circunstancias más adversas. Puja: «hace fuerza para pasar adelante o proseguir una acción, procurando vencer el obstáculo que se encuentra».

Me obstino en pensar que si bien Venezuela vive una hora «oscura», angustiosa y desconcertante como la muerte; ella, la «naturaleza tropical» de sus habitantes, conserva la «claridad» de cómo éstos desean vivir. Retoñará. ¡Tanta belleza natural, tanta gente buena!, merece un mejor vivir.

Helena Arellano Mayz

Caracas, 25 septiembre 2016