Mariana Massarani, ilustradora brasilera, Schloss Blutenburg, Internationale Jugendbibliothek

 

Publicado en El Nacional, Papel Literario el 16 de diciembre 2018

Hace unos meses fui a ver una exposición en el Musée de la Photographie de París. Le escribí a un amigo sobre el trabajo del fotógrafo. Suelo contarle temas triviales, nimios, cotidianos; sobre aquello que se cruza ante mis ojos, marcando mi retina y resonando en la cavidad del esternón. En estos días una de las imágenes del fotógrafo ha vuelto a invadir mi recuerdo.

La exposición se titulaba: MEMORIA, fotografías de James Nachtwey (USA, marzo 1948).

No conocía el trabajo del fotógrafo, pero sí sabía de que trataba la exposición. Las fotos que encontré golpeaban por su crudeza, la dureza de las imágenes; y al mismo tiempo impresionaban por su encuadre y su expresividad. Se trataba del trabajo de un reportero fotográfico quien, a lo largo de sus años, se ha dedicado a observar los conflictos del mundo y a plasmar lo que ha visto en ellos. Ha fotografiado el dolor, las injusticias, la violencia en diversas situaciones y lugares del planeta. Sus imágenes plasman el sufrimiento y la soledad humana. Dice en su catálogo: «Yo fui testigo. Testigo de esa gente a la que han quitado todo —sus casas, sus familias, sus brazos y sus piernas, hasta su discernimiento. Y sin embargo, una cosa no les había sido sustraída, la dignidad, este elemento irreductible del ser humano. Estas imágenes lo atestiguan.»

En una de las salas leí de Wim Wenders:  «¿Quiénes son estos «otros» por los que James Nachtwey «va a la guerra»? ¿Son sólo los sujetos de sus fotos, los hambrientos, los moribundos, los muertos, los criminales, los enfermos, los heridos, los que sufren, los horrorizados? O, ¿acaso estos «otros» no nos incluye a nosotros, los espectadores, desde el primer momento en que nos involucramos con alguna de estas imágenes? ¿Cuando él se convierte en testigo, y se cuadra con su labor, acaso no nos llama también al banquillo de los testigos? Si este es el caso, entonces, James Nachtwey crea una comunidad entre los sujetos de sus fotografías y nosotros, una comunidad de la cual no nos podemos zafar tan fácilmente. Nos convierte en una humanidad, nada menos ni nada más: una humanidad común. La palabra «compasión» toma su significado original en alemán literalmente de «compartir sufrimiento». No tiene connotación de condescendencia, ni de lástima, sino de verdadera empatía, cuando el sufrimiento de otro se convierte en nuestro también. Nachtwey logra ver las cosas de ambos lados de la humanidad, las víctimas y los espectadores, puesto que su trabajo no está solamente dirigido «en contra» de algo, contra la guerra, la violencia arbitraria, la injusticia o inequidad. Está, sobre todo, dedicado, en su intencionalidad, a las personas que él encuentra en guerras y en sufrimiento; y también, dedicado a nosotros. Entiendo que la palabra que usaré es algo anticuada y difícil de traducir. Este hombre es un Menschenfreund, un amante de la humanidad, y por lo tanto un enemigo de la guerra. Y, cuando él va directo al corazón de una guerra, lo hace a cuenta nuestra, para forzarnos a mirar de cerca, pero también en nombre de las víctimas, como el testigo ocular que desea testificar a su favor, y por ende contradecir la guerra y su propaganda.»

Cada fotografía es un fragmento de la memoria capturado en el continuo de la vida del fotógrafo. Al compartir esas memorias, él nos hace a nosotros testigos también. Para no olvidar. La memoria es el elemento más importante que tenemos para imaginar un futuro sin volver sobre los errores del pasado… sino estaremos condenados a repetirnos.

Al ver aquellas imágenes, me sentí pequeña, ínfima. ¡Tanto sufrimiento en la humanidad!, perpetrado por el hombre sobre sí mismo. Pensé en nuestra «guerra», las imágenes venezolanas que allí no están, pero bien podrían aparecer en esas paredes junto a las de San Salvador, Rwanda, Romania, las hambrunas en Somalia, en Sudan, las armas en Iraq, las luchas de Sudáfrica, Afghanistan, las imágenes de tuberculosis y sida, de desastres naturales, las lágrimas de los refugiados de Siria…

Tres meses más tarde, ha vuelto a rondarme la imagen de un padre que, con el cierre de la frontera de Macedonia, cruza un río helado con su pequeña hija en hombros. Un hombre en busca de una mejor vida para su hija. He pensado en la imagen de esa pequeña niña siria en brazos de su padre como en las de tantos niños venezolanos cruzando a pie nuestra frontera con Colombia. También he recordado a un niño bañado en lágrimas al que vi en el aeropuerto de Maiquetía despidiendo quién sabe si a una hermana, una tía, o incluso a su misma madre. El dolor de aquel niño me perforó el alma.

Esa niñez herida ha vuelto a instalarse en mi ánimo, a raíz de una conferencia a la que asistí: ¿Hay que rescatar el «alma de niño»?

Nietzsche en Así habló Zaratustra, se refiere a la metamorfosis del espíritu en camello, de camello en león, y del león en niño. La imagen del camello refiere al «deber ser», heredado, infligido, al camello pesado que se encamina hacia al desierto, su propio desierto… Entonces, el espíritu se rebela, y surge el león, la voluntad, el «yo quiero» en vez del «yo debo», la acción voluntariosa, feroz, del león por sí mismo… Después, Nietzsche llama a la transformación en niño, a la afirmación del juego inocente y del olvido para así entrever la verdad del mundo. Aboga por la importancia del proceso, del devenir, de la danza del movimiento, a no reducir el «sentido» de la existencia a la pesadez de la moral, del «yo debo».

Sin embargo, esa «ligereza del niño que juega» es quizás una ilusión. Sí hay sufrimiento en el mundo; y el mundo, al niño le es hostil. El niño nace indefenso y condicionado en su genética, en su herencia social; también inhibe, en su inconsciente, su parte a-social  y prohibida. Aún así, el niño es capaz de «maravillarse» ante la realidad.  Ese «maravillarse» ante la realidad que lo rodea aflora en sus tempranos años. Apenas, más adelante, aparece en él, la imaginación. Sin embargo, desde un inicio existe en el niño la capacidad de «encantamiento», de asombro, de sorpresa, de estupefacción ante el espesor de lo real. Es esa cualidad, la capacidad de maravillarse, la que se impone. Para el niño lo que ve: «es», no lo que «debe ser». Hay en la realidad algo que lo fascina, deslumbra e impresiona.

De igual forma, la infancia es la promesa de un comienzo. Simboliza el espíritu del «comenzar» aún dentro de la herencia genética, social y/o aquellos elementos inconscientes que nos habiten. El hombre adulto es el niño de su infancia. Llevamos esa impronta. Sin embargo, «conservar el alma del niño» se refiere a mantener la promesa del comienzo, aún cuando el campo de lo posible se reduce con el avance del tiempo y de la vida. Es conservar esa vitalidad a pesar de todo aquello que parece determinarnos. Al «crecer» en el conocimiento de uno mismo —dentro del espacio/tiempo que queda— el «el alma de niño» nos llama a sentirnos libres para inventar, para comenzar. De ello se trata el «juego»: de conservar la capacidad de maravillarnos, la ligereza dentro de un mundo que no es ligero. He ahí la ambigüedad: libertad dentro de nuestros propios condicionamientos, aún en los que pueden permanecer anudados en el olvido inconsciente. Liviandad a pesar de toda la pesadez. El «alma de niño» llama a conservar la capacidad de ir hacia lo desconocido, aventurarse, con audacia, sin medir los riesgos, como hacen los niños. Vencer, como adulto, esa falta de impulso, ímpetu, arrebato que muere al anticipar los riesgos. Mantener la audacia ligada a una lucidez responsable implica tener confianza en sí mismo dentro de una situación existencial, y lanzarse igual, con conocimiento del riesgo, al optar por el «impulso del comienzo», la libertad, e «ir» sin preguntarse si uno está listo… Quizás ese sea el aventurarse en lo real con «un alma de niño». Conservar el arrojo de la infancia sin ser infantil. Alcanzar una ligereza lúcida, lúdica dentro de lo serio. Es la verdad de la risa ante la adversidad, ante la tragedia del mundo. Hay sabiduría en esa gravedad liviana.

La creatividad está ligada al error, al intento, al encuentro entre la superficie y el espesor. En el «presente» de la niñez dejamos de lado los arrepentimientos del pasado, y las preocupaciones por el futuro. Hay potencia y gozo en el comienzo.

El niño absolutamente despreocupado no existe. Pero como niño sí es capaz de maravillarse y jugar dentro de la severidad que le rodea, a pesar de aquello que percibe, quizás entiende o no, y de todo lo que lleva dentro de sí aún sin conocer. Basta ver a los niños en países en guerra. Basta ver a nuestros niños afligidos, desorientados y todavía sonrientes.

Es difícil desprenderse de las preocupaciones, pero sí podemos recibirlas con «cierta ligereza», manteniendo la capacidad de maravillarnos, del encantamiento. Deseo que todos esos niños marcados con la impronta del desmembramiento, del desgarre, del exilio, puedan conservar, rescatar, esa «alma de niño», esa promesa del «comienzo», esa capacidad de establecer una relación «mágica» con lo real y con el misterio del estar vivo. Les deseo a todos tener cerca el abrigo del amor incondicional de al menos un «otro». Lo fabulo con «alma de niño», al estilo Roberto Benigni en la Vita è Bella, un lector de Dante y algo payaso a la vez, un ser humano digno y bondadoso que con mucha seriedad los cobije, los haga reír, al reírse con lucidez del sentimiento trágico del mundo y de sí mismo.

Helena Arellano Mayz

4 x 2018 -21 x 2018