Publicado en el Papel Literario, El Nacional, 11 julio 2018
Tear. Repair. End with Love. William Kentridge
Hace un par de años decidí inscribirme en un taller de cerámica. Tomaré una clase de «plastilina para adultos», le conté a mi amigo, «imaginario», como en la infancia, buscaba divertirme: con arcilla y agua. Enlodarme las manos. Tocar tierra.
Recientemente he hecho formas que interpretan las semillas del árbol de CaroCaro (Enterolobium cyclocarpum). Dos piezas se quebraron durante la cocción. «Vas a tener que aprender el kintsugi japonés», me apuntó el profesor.
La ceremonia del té, «el camino del té», es un antiguo ritual de preparación y servicio del té verde japonés en polvo. Los principios de la ceremonia del té están enraizados en los conceptos del wabi y sabi del budismo zen. Wabi representa el mundo espiritual interior, destaca lo que es natural, simple y humilde; mientras que el sabi, el mundo material exterior, se fija en lo imperfecto y lo que está sometido al tiempo, la patina, el desgaste. El elemento central de la ceremonia del té es el cuenco. Los principios del wabi-sabi destacan la importancia de las piezas simples, rústicas y torneadas a mano, de las que se valoran las imperfecciones.
Un concepto relacionado es el kintsugi, que aprecia las señales de las reparaciones como parte de la vida de los objetos. Los cuencos de té (y otras piezas de cerámica) rotos ser reparan con oro en polvo mezclado con laca para resaltar las juntas y señalar, los quiebres, el paso del tiempo. Se muestran las fisuras en vez de ocultarse al poner en evidencia la transformación e historia del objeto. Se aprecian como parte de su belleza.
Al leer sobre el kintsugi y revisar videos para aprender a reparar mis pequeñas piezas comencé a pensar en quiénes, cómo, cuándo comenzaremos a «reparar» a nuestro país resquebrajado.
Recordé una película que tuve la ocasión de ver hacer algunos años: In the Crosswinds (2014) de un joven director estonio Martti Helde . Trata sobre las deportaciones hechas por los rusos de los países bálticos hacia Siberia durante la segunda guerra. La película esta concebida como poesía cinematográfica. Las tomas son fijas, como cuadros o esculturas, en blanco y negro. La cámara se mueve entre los personajes detenidos como si fuesen estatuas, mientras se escucha la lectura —una voz en off— de las cartas de una mujer a su marido. Contándole, hablándole. Los rusos le secuestran la vida, ella se culpa de no haber optado por dejar su tierra, el árbol de manzano de su jardín, y haber atravesado el océano como su vecina. A la muerte de Stalin, la mujer regresa libre a su país a buscar, al esposo y al árbol. Otros estonios se integran y permanecen en Rusia. ¿De qué sirve la libertad si has de vivirla en soledad?, se pregunta ella. Al marido lo asesinan cinco meses después de la deportación, al momento de separarlos, cuando a ella, junto a otras mujeres, la envían a Siberia. Regresa a su tierra para sólo encontrar una carta del marido pidiéndole que se vaya al oeste. «Me sentirás cuando sople el viento del Este… con el cruce de los vientos», le escribe.
Más de 5800000 personas murieron durante el Holocausto ruso, escribe el director.
En la reseña, al joven director le preguntan por su elección de hacer una película con escenas fijas, y replica, «cuando leí la primera carta tuve la impresión del tiempo detenido». «La forma debe expresar el sentido», le enseñó uno de sus profesores de cine. «El sentido para mí era el del tiempo detenido, robado por el poder totalitario, perdido de por vida. Las deportaciones, que trataron primero de erradicar a las élites, continuaron después de la guerra. Mi generación es la primera en poder contar la historia de lo sucedido». In the Crosswind es un oratorio, un canto fúnebre de lirismo contenido, pero fuerte como el recuerdo.
Hace poco terminé la lectura de una novela que me cautivó por su prosa diáfana, y en su forma: Teoría general del olvido, de José Eduardo Agualusa. En ella, el autor teje una enrevesada y fantasiosa historia de una mujer, Ludovica, encerrada tras una pared con la que sella la entrada de la casa, con la sola compañía de Fantasma, un perro, y los libros de la biblioteca. Ella se niega a salir por treinta años. En un rompecabezas de situaciones, el relato de esta mujer presa de miedo, le sirve al autor de hilo conductor para dibujar con punzante y sutil ironía sobre un telón de fondo, las heridas de tres décadas de la historia de su país, Angola: la independencia y la revolución, el comunismo, la corrupción, la codicia, la venganza, la muerte, los desaparecidos, los presos, la decadencia de la ciudad, la falta de luz, de agua, el hambre…
«Tú y tus amigos os llenáis la boca con palabras grandes, «justicia social, libertad, revolución», y mientras tantas personas adelgazan, se enferman, mueren. Los discursos no alimentan. Lo que el pueblo necesita es legumbres frescas y un buen muzonguê al menos una vez por semana. Sólo me interesan las revoluciones que comienzan por sentar al pueblo en la mesa.»
«Había sujetos presos por tráfico de diamantes y otros por no haberse cuadrado durante el izamiento de la bandera… Muchos ni siquiera sabían de qué estaban acusados. Algunos enloquecían. También los guardias enloquecían. Los interrogatorios frecuentemente parecían erráticos, desproporcionados, como si el objetivo no fuera el de arrancar información a los detenidos, sino torturarlos y confundirlos.»[i]
Al volver sobre la idea de «reparar» los cuencos deshechos, pensé en las innumerables historias desgarradoras de venezolanos —ayer y hoy— abatidos por el dolor, resquebrajados, torturados, golpeados por las penurias del migrar, las tristezas de dejar lo suyo… Hoy y mañana, esas vivencias serán literatura, cine, arte, expresiones plenas del poder transformador, restaurador, de la palabra y de la imagen. Si bien hablarán de la capacidad destructiva del hombre como depredador de sí mismo, también mostrarán las profundas heridas de una sociedad desmembrada, desquiciada por las desgracias infligidas, trasmutadas en letras e imágenes, en «hilos de oro» que iluminarán las fisuras, resaltaran el remiendo, señalarán el paso del tiempo, las imperfecciones humanas. Relucirán los traumas, tramas y zurcidos del tejido humano de país. Ese mañana llegará. El futuro contiene todo el potencial de la imaginación y de la voluntad de crear. De reparar lo roto.
Helena Arellano Mayz
21 vi, día del solsticio de verano, 2018
[i] José Eduardo Agualusa, Edhasa, España, 2017.
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