Hace ya algún tiempo escribí: París me enseñó que la soledad no es tan mala compañera. Que ella no habla afuera para permitirme escuchar las voces silentes. Las hondas, las sabias. Las que buscan incesantes un rumbo, un lugar donde llegar. Cobijar-se con el calor de otro. Arropar-se en la mirada de otro. Encontrar-se con otro. Resguardar-se, del frío, de la lluvia, del recurrente sin sentido. Hallar-se, aún a sabiendas que el sentido no está en el otro, sino en el otro –lado. Alguien decretó el deber de «amar al otro como a sí mismo, y que la mismidad esta hecha de Dios». ¿Quién sabe y «ese otro» contiene parte del «otro lado» hecho de Dios?
Estos pensamientos rondan mi espíritu y no me han abandonado. Resurgen al plantearme el realizar un breve ensayo sobre algún tema de mi interés en la Ilíada. Es por ello, que he elegido observar al divino Aquiles reflejado en «otro», a fin de intentar acercarme a la transformación —trágica— del héroe. Heroicidad que, para mí, yace en el hacerse hombre. Aquiles, el héroe, hijo de dioses, quien logra la hazaña de verse a sí mismo, ver su dolorosa humanidad —humanizarse— al mirarse en el espejo de «un otro».
Homero, el lúcido de ojos vendados, comienza el Canto I de la Ilíada:
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el Atrida , rey de hombres, y el divino Aquiles.[1]
Y termina, su inagotable poema épico, con el Canto XXIV, diciendo:
Disolvióse la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño, que todo lo rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar.[2]
Amplias razones tiene el editor de éste ejemplar de la Ilíada para introducirnos a la epopeya de Homero diciendo:
La Ilíada no es el poema de Ilio o Troya, como parece indicar su título; ni refiere la guerra de Troya desde el principio hasta el fin. Su asunto es un breve episodio, que duró 51 días y ocurrió en el 10mo año de la guerra de Troya […][3]
La Ilíada es mucho más que un exhaustivo y detallado relato épico de escenas cruentas teñidas con los horrores de una guerra ocurrida en Troya. Es un desplegar, a través de la palabra poética, la tragedia de la naturaleza humana, antecediendo al género de la tragedia griega. El héroe épico es un producto histórico, hijo de un tiempo y de un lugar, pero también es algo que trasciende lo histórico, situándose en un tiempo anterior a toda historia.[4] El divino Aquiles es, en la Ilíada, el advenimiento del héroe trágico. Preso de su naturaleza, pasa de una cólera y furor irrefrenables, al llanto, éste también, irreprimible. Aquiles padece lo incontenible, los contenidos, de su alma a través de un verbo doliente. Homero, el lúcido de ojos vendados, más allá de colorear hazañas, de subrayar los actos de fuerza violenta, acerca su iluminada ceguera a lo que la tragedia griega hará a la pos-, le pone logos a la pena del hombre; canta, así como, la tragedia traerá a la vista, lo oscuro del hombre, dibujándolo, labrándolo, esculpiéndolo en palabra. Despliega, sobre pliegos de papel, un sufrimiento empalabrado. Un padecer en palabras. Su gesta, la del poeta, su gesta heroica, es la gestación del alma del héroe. Es el alumbrar al hombre naciente desde su oscuridad. Traerlo a la luz, parirlo, con la palabra.
En estos 51 días que Homero decide narrar sobre la guerra de Troya, nos muestra como primer episodio el conflicto entre el poderoso héroe Agamenón Atrida, rey de hombres, con el deiforme, hijo de dioses, Aquiles. De la peste sobrevenida sobre el campamento aqueo por el insulto profesado al dios Apolo, por parte del rey Agamenón, al negarse a devolver a la hija del sacerdote Crises, surge la discordia enfurecida con Aquiles. Ante la negativa de Agamenón a seguir los consejos del adivino Calcante, Aquiles inicia la riña insultándole:
Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:
—¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siguiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? […], sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menéalo y a ti, ojos de perro. […][5]
Y, Agamenon contesta:
—Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. […] Puesto que Febo Apolo me quieta a Creseide, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré A Briseide, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas bien cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.[6]
Con éstas palabras se detona, como un volcán que hace intemperada erupción, la cólera de Aquiles, la cual dará lugar a todos los hechos narrados en este poema épico. El héroe, en las palabra de Homero siente profundamente: una ira poderosa, tan poderosa como la del —otro— , ‘poderoso rey de hombres’ Atrida Agamenón, quien le arrebatara en venganza por la injuria, a Briseide, sin saber el deslave que la rabia le acarreará, tanto a él como a Aquiles, el divino. Ambas fuerzas encontradas, en desmesurada magnitud, aluden a la perdida de límites entre el uno y el otro, lo cual detonará consecuencias proporcionales a tal exageración.
Así dijo. Acongojándose el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. [7]
Homero presenta a un Aquiles quien, a pesar de sostener las riendas de su cólera desbocada, gracias al sabio y prudente llamado de Atenea, continua sin amainar su rabia, insultando a Atrida con ‘injuriosas voces’. Con esa misma voz injuriante, a su vez injuriada por Agamenon, llamará Aquiles a su madre, quien para consolarle y protegerle, llegará hasta el Olimpo a pedir la intervención de Zeus para cobrar el desagravio. Dice Tetis:
Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tu quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los aqueos y abstente por entero de combatir.[8]
Llama la atención como Homero, agudo conocedor de la naturaleza humana, hasta la de los dioses humanizados, nos muestra una madre, por encima de todo, protectora, quien aconseja a su hijo de permanecer en la cólera, antes de pedirle que la aplaque, para así, disuadirlo de arrojarse al combate, al encuentro con un enemigo que podría resultarle funesto.
Sin embargo, volvamos a Aquiles, no el niño, sino al divino que ha de acercarse —a lo largo de 24 cantos— el hombre quien es. De las entrañas de un volcán encolerizado, desbordado, habrá de correr mucha lava hirviendo antes de que ésta comience a enfriarse, a hacerse piedra, ceniza, polvo. Irrumpe la naturaleza de la fuerza, como diría Simone Weil, la que posee el poder de transformar a los hombres, la que petrifica diferentemente, pero por igual, a las almas de los que la sufren y de los que la manejan.[9] Estas transformaciones acaecen indistintamente a lo largo de la Ilíada, tanto a griegos como a troyanos, en ello, Homero no hace distinción, pues su intención es mostrarnos la naturaleza del alma humana despojada de etiquetas de nombre, procedencia o rango. El episodio de 51 días de una guerra de diez años, ese arte de la guerra cantado en su obra, se convierte, en las líneas de la Ilíada, en el vehículo para provocar transformaciones en el alma de los combatientes, indiferentemente del bando, para «empezar a navegar por líquidos caminos»[10], de lava ardiente, de sudor exudado, de sangre oscura, de llanto amargo.
En este ensayo intentaré ceñirme a las corrientes de aguas oscuras que surca Aquiles navegando a las orillas de Troya. Éste, herido en su orgullo, enardecido por haberle sido arrebatada Breseida, se retira del combate. Tras la petición vengativa que hace Tetis a Zeus por la afrenta perpetuada contra su hijo Aquiles, el dios engaña en un sueño a Agamenón prometiéndole victoria. Agamenón lanza entonces, con vehemencia al ejercito aqueo a la batalla contra los troyanos. Sin embargo, desprovisto del favor de los dioses y, sin la intervención del divino Aquiles, el ejército aqueo sufre innumerables bajas. En este momento Agamenón se arrepiente de la disputa con Aquiles y envía una delegación para solicitarle a éste la reconsideración de su posición de no luchar. Encontramos, a pesar de la promesa de devolución de Breseida y del ofrecimiento de abundantes regalos, a un Aquiles obstinado e inflexible, presa de su soberbia. Permanece ofendido y no hay compensación que apacigue su rencor. Ante la negativa de Aquiles de volver al combate Díomedes exclama:
[…] Pero dejémoslo ya se vaya, ya se quede: volverá a combatir cuando el corazón que tiene en el pecho se lo ordene y un dios le incite.[11]
Será, con el corazón herido por la daga punzante del dolor, que Aquiles volverá al combate después de la muerte de Patroclo, su amigo. Recibida la noticia, comenzaría a sentirse polvo, a sentir-se, a sentir su alma des-graciada, sin la gracia de los dioses, más cerca de su humanidad.
El héroe cogió ceniza con ambas manos, derramóla sobre su cabeza, afeó el gracioso rostro y la negra ceniza manchó la divina túnica; después se tendió en el polvo, ocupando un gran espacio, y con las manos arrancaba los cabellos.[12]
Cede la soberbia y el orgullo del divino Aquiles disuelto por sollozos y suspiros. Ve su imagen reflejada en el pozo de sus lágrimas, es ahora capaz de decir:
[…] Ojalá pereciera la discordia para los dioses y para los hombres, y con ella la ira, que encruelece hasta al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo. Así me irritó el rey de hombres, Agamenón. Pero dejemos lo pasado, aunque afligidos, pues es preciso refrenar el furor del pecho. [13]
Aquiles, el divino, perteneciente a la estirpe de los héroes, criatura excepcional «elegido» de los dioses, inicia un descenso hacia una conciencia de sí, hacia el conocimiento del hombre en él. Aunque aún no alcanza su destino, ni las faltas ni crímenes que, como hombre cometerá, Homero nos prepara para ello:
El Pelida, poniendo sus manos homicidas sobre el pecho del amigo, dio comienzo a las sentidas lamentaciones, mezcladas con frecuentes sollozos. Como el melenudo león a quien un cazador ha quitado los cachorros en la poblada selva, cuando vuelve a su madriguera se aflige y, poseído de vehemente cólera, recorre los valles en busca del aquel hombre, […][14]
Entra pues Aquiles al sudor del combate, prosigue su navegar por los líquidos caminos en busca de la venganza, de traer la muerte a aquel quien le arrebatara la vida a su amigo Patroclo: a Héctor.
Y el Pelida deseaba alcanzar gloria y tenía las invictas manos manchadas de sangre y polvo.[15]
El destino condena a Héctor. Es vencido y muerto por Aquiles. Héctor suplica:
Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi venerada madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.[16]
Aquiles triunfante e inapelable, cegado por la pasión de la venganza, una pasión todavía no transmutada en com-pasión, responde con vehemencia severa:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido![17]
Muere entonces Héctor en manos de Aquiles conforme el destino marcado por la balanza de Zeus. Aquiles, airoso vencedor, humilla la memoria del valeroso Héctor, atando su cuerpo por los pies al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrada manchándose de polvo. Aún después de mancillar el cadáver de Héctor, Aquiles continua llorando sin consuelo la pérdida de su amigo Patroclo. Solloza, suspira, lúgubre sin que la aflicción de su corazón cese consolada por la victoria sobre los troyanos en cabeza del más audaz y temido de sus príncipes: Héctor. La venganza consumada no calma las aguas atormentadas de su dolor.
Comienza el último canto de la Ilíada, con un héroe victorioso, errabundo, inquieto, atormentado por su pena.
Al recordarlo (a Patroclo), prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar.[18]
Por su parte, Apolo se refiere a éste en defensa de Héctor:
[…] al pernicioso Aquiles, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene un su pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que, dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín de igual modo perdió Aquiles la piedad…[19]
El divino Aquiles, hijo de una diosa, a quien la misma Hera alimentó y crió, sufre como cualquier hombre añorando la presencia de su amigo. Hasta su madre Tetis le dice:
—¡Hijo mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, acordarte ni de la comido ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una mujer, pues ya no has de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te avecinan.[20]
En el último canto de la Ilíada, con la mesa puesta, quien fuera el belicoso Príamo, encuentra al indómito Aquiles sin poder comer ni beber. Vestido como un mendigo, con una capa de humildad, tejida en cerrados nudos de dolor, viendo a su hijo Héctor muerto y ultrajado sin digna sepultura, aparece, un anciano padre ante un Aquiles mermado por la pena. Príamo le abraza las rodillas, el símbolo de la autoridad del hombre, de su poder social y le besa sus manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos troyanos. El apocado rey eleva una súplica al poderoso y divino Aquiles, conmoviendo al hombre afligido que tiene ante él. Sus apesadumbradas almas se encuentran.
Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los pies de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; y Aquiles, lloraba unas veces a su padre y otras a Patroclo; y el gemir de entrambos se alzaba en la tienda.[21]
Arrastrado por el mar doliente de Príamo, la compasión brota del alma del héroe que se hace hombre ante la mirada de, reflejado en, los ojos «de otro». La pena hecha palabra evidencia la tragedia de ambos seres. Aquiles, el héroe, se ve a sí mismo hombre en la figura de un viejo desconsolado. Surge, como diría María Zambrano, un conocimiento nacido de la piedad que es saber tratar con «lo otro». El conocimiento del hombre que aparece como un cuerpo que se levanta, que se erige, a partir de, frente a, la tragedia. Ocurre la reabsorción de cualquier destino, de cualquier falta también, por monstruosa que sea, en la condición humana. Como si se dijera: «con todo lo que ha ocurrido, por monstruoso que haya sido su crimen, es un hombre». Exorcismo piadoso que reintegra el culpable a la humana condición; que hace entrar «lo otro» en lo uno, que muestra también la extensión de lo uno —el género humano—, sus entrañas.[22]
Este último canto, en el que Príamo se acerca a Aquiles para recuperar el cadáver de su hijo, narra el episodio elegido por Homero para terminar su larga exposición de lo acontecido durante la guerra de Troya, asomando así, el camino que transitarían las tragedias como género entre los griegos. Escoge presentar ese momento, que María Zambrano adjetiva de «decisivo», donde aparece el reconocimiento o identificación del personaje con el hombre que ha cometido la falta, y ello desatará idéntico proceso en representaciones de tragedia, en la cuales el espectador; se verá y se sentirá a sí mismo en su verdad.[23]
Vuelvo entonces a esas líneas que escribí sobre el mirar-se, el cobijar-se, el arropar-se, el resguardar-se, el hallar-se a sí mismo en el otro; como al encontrar-se, Aquiles y Príamo, frente a un dolor semejante, lejos de llamarse aqueo o troyano, héroe o rey, joven o viejo, se reconocen a sí mismos como humanos dolientes, dolidos, capaces de sufrir y de reconocer su sufrimiento en otro.
[…] Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, al anciano Príamo semejante a un dios, […][24]
Aquiles encuentra su propia nobleza en los ojos de Príamo y éste se hace a la vez, ante los ojos de Aquiles, como un dios. Aquiles ha transmutado su ira incontenible, su sed de venganza, su desasosiego húmedo, en piedad, decoro, admiración y respeto hacia Príamo. Homero escribe en boca de Aquiles:
—Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; […] habla y dime con sinceridad durante cuántos días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto, permanecer yo mismo quieto y contener el ejército.
Respondióle en seguida el anciano Príamo, semejante a un dios: […]
Así, pues, diciendo, estrechó (Aquiles) por el puño la diestra del anciano para que no sintiera en su alma temor alguno. [25]
Aquiles herido en su alma, padeciendo la pérdida de su amigo, comienza a sentirse hombre y va moviéndose paulatinamente de su divinidad, de su cólera invencible, a su humanidad, a su amor lastimado por la muerte de Patroclo, hasta finalmente reconocerse en su dolor en «un otro», en Príamo. Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, dice Homero, y el divino Aquiles calma su llanto y cesa en él el deseo de sollozar, cuando mira compasivo la blanca cabeza y la blanca barba del anciano. Por ello, no en vano, María Zambrano dice que el oficio de la pasión del hombre ayuda al hombre a nacer, entre conjuros, invocación y llanto, lo ayuda a ganar su soledad, en la que se es al mismo tiempo que el otro, que los otros, y en relación a ellos. Como se presentará después de Homero, en la tragedia, al oficio de la piedad, como un arte de tratar con «lo otro», con uno mismo, cuando nos hacemos otros o cuando todavía no hemos dejado de serlo. [26]
Solo, el héroe Aquiles ha navegado los líquidos caminos de su alma sin la ayuda de su flamante nave a las orillas del mar. Sin armadura divina se adentró en lo hondo, en los cóncavos remolinos de su ira ardiente, de su venganza sedienta, de su amor efervescente, de su dolor húmedo, de su piedad afligida, para al fin reflejarse humano en el espejo «de otro». En esa otredad se vió acompañado y, a la vez, solo. Junto a otro y en soledad con su dolor. Aquiles anuncia al héroe dramático, ya es también hombre, y podrá aproximarse, digno y altivo, siendo divino, al último encuentro del destino de un hombre cualquiera «la muerte», para unirse a esos otros semejantes en «el otro lado». Ese otro lado, ese allá, que bien dice Octavio Paz, está aquí, siempre aquí y en este momento. La verdadera vida que no se opone a la vida cotidiana ni a la heroica, es la percepción del relámpago de la otredad en cualquiera de nuestros actos, sin excluir los mas nimios.[27] El hombre tiene conciencia de sí gracias a la percepción de su otredad: ser y no ser lo mismo que ese otro a quien miro y quien me mira. Somos uno, somos todos, somos alma, somos materia, somos poesía, somos realidad. Somos presente y eternidad.
¿Quién sabe y ‘el otro’ contiene parte de ese otro lado?, me pregunté.
Helena Arellano Mayz
Caracas, 23 xi 2004
[1] Homero, Ilíada, Jorge A Mestas, Ediciones Escolares, S. L., traducción: Luis Segalá y Estalella. pag. 13
[2] Ibíd. pag. 369
[3] Ibíd. pag 5
[4] Octavio Paz, El Arco y la Lira, Fondo de Cultura Económica, 1956.
[5] Homero, obcit. pag 5
[6] Idem.
[7] Ibíd. Pag 17-18
[8] Ibíd. Pag 23
[9] Simone Weil, La Ilíada o El poema de la Fuerza, ensayo.
[10] Homero, obcit. pag
[11] Ibíd. Pag 145
[12] Ibíd. Pag 283
[13] Ibíd. Pag 284
[14] Ibíd. pag 289
[15] Ibíd. Pag. 318
[16] Ibíd. Pag. 342
[17] Ibíd. Pag. 342
[18] Ibíd. Pag 369
[19] Ibíd. Pag 370
[20] Ibíd. Pag 372
[21] Ibíd. Pag 381
[22] María Zambrano, El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, 1955
[23] Ibíd.
[24] Homero, obcit. Pag 384
[25] Ibíd. Pag 384
[26] María Zambrano, obcit.
[27] Octavio Paz, El Arco y la Lira, Fondo de Cultura Económica, 1955
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